Al otro lado del espejo mexicano
Reflexiones de un artista fronterizo
por Guillermo Gómez-Peña
Un artista de un país fronterizo reflexiona sobre los nuevos "mexicanos
post-nacionales", su relación agridulce con la "tierra natal"
y su papel en la formación de una nación virtual dentro de los Estados
Unidos, llamada "Latinoamérica del Norte".
Salí de la Ciudad de México en 1978 para ir a estudiar arte en California,
"la tierra del futuro" como la veía mi generación perdida.
Demasiado joven para ser un hipiteca y demasiado viejo para ser punketo, yo era
un rebelde partido en dos, un escritor y artista que no encontraba espacio para
respirar en la cultura oficial sofocante de México. Allá los cárteles
del arte y la literatura estaban estructurados al modo de la jerarquía
eclesiástica y tenían que rendirle cuentas a un jefe intocable que
era el arzobispo y el árbitro definitivo de lo aceptable como "alta
cultura" y "mexicanidad": Don Octavio Paz.
En aquellos días la identidad en México era una estructura intrísecamente
unida al territorio y a la lengua nacionales. Un mexicano era alguien que vivía
en México y hablaba español como mexicano. Punto. No existían
otras alternativas para ser mexicano. A pesar de nuestra distinta apariencia,
diferente color y hasta pertenencia a diversas razas, el mestizaje (la raza mezclada)
era el dictum oficial y la narrativa magistral. Nos gustara o no, éramos
los hijos bastardos de Hernán Cortés y la Malinche, producto de
una violación colonial y una cesárea cultural, condenados eternamente
a arreglárnoslas con nuestro trauma histórico. Los millones de indios,
los protomexicanos originarios, eran presentados o descritos como si vivieran
en un tiempo y un espacio paralelos (y míticos) fuera de nuestra historia
y sociedad. La jerga indigenista paternalista del gobierno y la intelligentsia
reducía a los indígenas a especímenes etnográficos
infantilizados y pintorescos, como si estuvieran subvencionados por el Ministerio
de Turismo y el National Geographic. Su imagen fotográfica, su folclor
y su tradición eran "nuestros" pero no su miseria, su desempleo
y su deseperación. No es sorprendente que muchos eligieran abandonar el
país.
Quienes se atrevían a emigrar "al otro lado" se convertían
inmediatamente en traidores, mexicanos inauténticos y bastardos destinados
a unirse a las filas de los viles pochos, los otros huérfanos olvidados
del estado nacional mexicano. Y así cuando yo crucé la frontera
comencé mi proceso inadvertido de pochoización o de des-mexicanización.
Al llegar a los Estados Unidos hice sin saberlo algo que resultó una
conducta tabu: empecé a andar con los chicanos (mexicanos-americanos politizados)
y a escribir en spanglish (la lengua de los pochos) sobre nuestra identidad híbrida
demonizada en ambos países - la única identidad que conocía
mi generación. Me dí cuenta de que una vez que se ha cruzado la
frontera no se puede nunca regresar realmente. Cada vez que lo intenté,
terminé "al otro lado" como si estuviera caminando en la faja
de Moebius. Mis ex-paisanos del lado mexicano de la línea se esmeraron
en recordarme que ya no era "un verdadero mexicano", que algo, un diminuto
y misterioso cristal se había roto en mi interior para siempre. A los cinco
años de estar "retornando", yo había olvidado, en su opinión,
el libreto original de mi identidad. Aún peor, yo había "naufragado"
al otro lado (Octavio Paz había usado esa significativa metáfora
en un ensayo muy controvertido que encolerizó a la intelligentsia chicana).
Durante décadas el gobierno de los Estados Unidos y el PRI de México
habían estado inmersos en una obstinada partida de ajedrez de nacionalismo
autodefensivo. Ambos lados veían la frontera entre ellos como una línea
recta y no como nosotros, la faja de Moebius, un callejón sin salida, no
una intersección. Para los Estados Unidos la frontera era el alarmante
comienzo del Tercer Mundo dantesco y por eso "la zona más sensitiva
de la seguridad nacional". Para México la frontera era un muro conceptual
que marcaba los límites exteriores de la mexicanidad contra la poderosa
otredad gringa.
Ninguno de los dos países entendía (o cada uno pretendía
no entender) la importancia política y cultural de la inmensa migración
mexicana que estaba teniendo lugar. En sus momentos más generosos, México
nos veía a nosotros los migrantes como indefensos "mojados" a
la merced del INS y con muy pocas excepciones no hacía nada para defendernos.
A pesar de la jerga nacionalista de sus políticos, México tenía
las manos atadas por los créditos de los patrones de Washington y por los
compromisos secretos con los socios de negocios en el norte. Los gringos nos veían,
según les convenía, como la fuente primaria de los males sociales
y preocupaciones financieras de América, especialmente en épocas
económicas adversas. Para decirlo de manera categórica, éramos
percibidos como un puñado de criminales transnacionales, miembros de una
pandilla, capos de la droga, bandidos mexicanos al estilo Hollywood y ladrones
de puestos de trabajo, y éramos tratados correspondientemente. Un país
estaba aliviado de que nos hubiéramos ido, el otro estaba atemorizado de
tenernos. Afortunadamente, como éramos católicos, aceptábamos
estoicamente nuestro limbo post-nacional. Después de todo, nuestra meta
no era obtener felicidad en la tierra sino simplemente llevar una vida decente
y enviar dinero a nuestras familias en México.
Ser mexicano "extranjero" en el sur de California significa despertarse
cada día y, como un acto de voluntad contra todas las circunstancias, elegir
seguir siendo un mexicano. Nos gustara o no, nos volvimos parte de una cultura
de resistencia. Simplemente parecer "mexicano" o hablar español
en público era ya en sí mismo un acto de desafío político.
Nuestra posición frente a la tendencia principal de la cultura de California
era paradójica, para decir lo mínimo. Estábamos en todas
partes y en ninguna. Éramos tanto la "minoría" mayor en
el Estado y la última representada en las jerarquías de poder. Éramos
la espina dorsal indiscutible de la economía y un espectro horroroso en
la imaginación de los anglos. Éramos el romántico telón
de fondo de California y su cocina favorita y, al mismo tiempo, éramos
para ellos un temor epopéyico.
Si no hubiera sido por los chicanos y otros latinos estadounidenses yo hubiera
muerto probablemente de soledad, nostalgia e invisibilidad. Los chicanos me enseñaron
una manera diferente de verme a mí mismo como artista y ciudadano. A través
de ellos descubrí que mi arte podía llegar a ser el medio para explorar
y reinventar mis múltiples e inestables identidades (algo que hubiera sido
impensable en México). Gracias a esta epifanía comencé a
verme a mí mismo como parte de una amplia cultura chicano-latina que se
reinventaba continuamente. Ya no era el inmigrante nostálgico que anhelaba
regresar a su mítica patria. Aprendí la lección básica
de "El movimiento": empecé a vivir "aquí" y
"ahora", a asumir mis nuevas íntimas contradicciones y mi proceso
incipiente de politización como miembro de una muy evocada "minoría";
empecé a "reterritorializarme". Y así comenzó mi
proceso de chicanoización.
Durante una década rigurosos chicanos nacionalistas exigieron de mí
altos tributos y tuve que someterme a minuciosas investigaciones de identidad
y a exámenes de sangre. Mi deseo de "pertenecer" pesaba más
que mi impaciencia y yo esperaba estoicamente mi "conversión".
Durante este tiempo me ví agobiado por una difícil situación
existencial que me hizo derramar muchas lágrimas, crear performances llenas
de patetismo y entregarme a reflexiones obsesivas. ¿Cómo dar fundamento
a mis múltiples repertorios de identidad en un país que ni siquiera
me consideraba un ciudadano? Cuáles son los factores cruciales que determinan
el grado de chicanoización? ¿Es el tiempo recurrido como mexicano
politizado en los Estados Unidos o el compromiso de largo plazo con nuestras fundamentales
instituciones y causas? ¿Había ya llegado a ser un verdadero chicano?
Y en este caso ¿cuándo exactamente había sucedido eso? El
día en que me arrestaron por responder con insolencia a un policía
o el día en que murió mi padre y se rompió para siempre mi
cordón umbilical con México? ¿Sucedió quizás
cuando mis ex-paisanos mexicanos comenzaron a verme como otro?
Hoy, después de 24 años de cruzar esa maldita frontera en ambas
direcciones, a pie, en auto y en avión, cuando escribo este texto me pregunto
si importa siquiera todavía cuándo sucedió. En este momento
me doy cuenta de que el espacio entre mi remoto pasado mexicano y mi futuro chicano
es inmenso y que mi identidad puede zigazguear libremente entre uno y otro.
Al fin al cabo, han sido mi arte y mi literatura lo que me ha otorgado la plena
ciudadanía que ambos países me negaban. Yo inventé mi propio
país conceptual. En la "cartografía invertida" de mis
performances y escritos, los chicanos y los latinos estadounidenses se han vuelto
la cultura dominante con spanglish como lengua franca, mientras los anglos monoculturales
(waspbacks o waspanos [wasp = white anglo-saxon protestant]) son una minoría
en reducción continua, incapaces de participar en la vida pública
de "mi" país por su renuencia a aprender español y a abrazar
nuestra cultura. En mis performances, mis colegas y yo invitamos primero a "todos
los inmigrantes y gente de color" a entrar al teatro o al museo, luego a
"a toda la gente bilingüe y a las parejas interraciales" y finalmente
a "todos los anglos monolingues". Empezamos a tratar a nuestras audiencias
como "minorías exóticas" y como extranjeros temporales
en "nuestra" América. En nuestra concha asumimos un centro imaginario
y desplazamos a las márgenes a la cultura dominante.
Los críticos de arte describen esta radical epistemología como "antropología
invertida" y como "arte chicano ciber-punk". Para mí no
es otra cosa que una forma humorísticamente exaltada de realismo social.
Traducido del inglés por Rosa Helena
Santos Ihlau
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